«
HUMANOS, NATURALEZA Y DIOS », José María VIGIL.
Renovar
madura y libremente el paradigma antropo-teo-cósmico de nuestra cosmovisión,
a
la luz de lo que sabemos hoy científicamente
A QUÉ LLAMAREMOS PARADIGMA
ANTROPOTEOCÓSMICO
En toda cultura
se da lo que se llama los paradigmas, que funcionan como los «presupuestos»
cognoscitivos más básicos: corresponden a afirmaciones o evidencias tan básicas
y elementales, que normalmente resulta imposible discutir, pues a todas las
personas de esa sociedad les parecen evidentes,
por lo que se las da constantemente por supuesto; nunca nadie las somete a
análisis ni a debate, y quedan como instaladas en lo profundo del subconsciente
colectivo.
Los paradigmas
están constituidos por un conjunto de axiomas, de principios elementales, que
son los supuestos fundamentales del conocimiento a través del cual las personas
de una comunidad cognitiva pueden conversar, debatir, incluso discrepar,
permaneciendo siempre dentro del planteamiento común en el que comulgan todos:
el paradigma que sostiene su cultura.
Pues bien,
podemos decir que el paradigma más básico y profundo de una cultura es el
conjunto de evidencias (axiomas) que esa sociedad se forma para sí misma sobre
las tres realidades más inmediatas y decisivas para nosotros los humanos, a
saber: nosotros mismos, la naturaleza que nos rodea, y lo que
podríamos llamar dios o, más
ecuménicamente, el Misterio; nos referimos a esa dimensión «trascendente» que
de una forma u otra el ser humano percibe, a diferencia de los animales.
Lógicamente,
todo el edificio del pensamiento humano (conocimiento, información, ciencia,
religión, espiritualidad...) se construirá y se apoyará sobre la comprensión
básica que esa cultura se haya hecho para sí misma de este «núcleo central» del que estamos hablando: la entidad otorgada a
cada una de esas tres realidades más inmediatas y fundamentales, tenidas como
evidencias axiomáticas, y una relación mutua que se les atribuye, formando con
ello el núcleo duro paradigmático que va a influir y a estar a la base de todo
lo que en esa cultura se piense, se viva, se crea, se elabore; su religión, su
ética, pensamiento filosófico...
Llamaremos a
este núcleo central el paradigma «antropo-teo-cósmico» queriendo indicar
establece la concepción básica y las relaciones mutuas de esas tres realidades
que son las fundamentales para los humanos: ellos mismos (ánthropos), la naturaleza (kosmos),
y dios o el Misterio (theós). Hay
paradigmas a muchos otros niveles, y en otros sentidos, ya sabemos, pero aquí
nos estaremos refiriendo en principio a este sentido, porque queremos poner de
relieve lo decisivo que es. Pero como su nombre según su etimología es
complicado, por comodidad y sencillez utilizaremos también sin más la palabra «cosmovisión»; ya sabemos que en este
texto, mientras el contexto no sugiera otra cosa, con la palabra cosmovisión
nos estamos refiriendo al paradigma antropo-teo-cósmico- de esa sociedad.
Una prevención:
el adjetivo que se hizo famoso hace unos años fue el de «cosmo-te-ándrico» -muchas
personas lo recordarán sobre todo por la obra de de Ramón Panikkar-, que tenía
esa misma intención de significado, pero que cae en el error de designar a lo
humano con la palabra andrós,
«varón»... Aunque nos cueste ahora un poco acostumbrarnos a la palabra
correcta, preferimos esforzarnos desde el principio a decirla bien, y no entrar
en connivencia con un error lingüístico machista.
MUCHAS CONFIGURACIONES POSIBLES
Ese núcleo
básico mínimo, aun siendo tan elemental -de tan pocos elementos-, admite muchas
variaciones y combinaciones, cuyas diferencias que pueden resultar abismales.
Por ejemplo: podemos establecer que Dios existe o que no existe; que es un ser
celestial o que es la naturaleza misma; que estamos solos los humanos, o que
estamos ante él, o que somos meramente naturaleza; que nosotros existimos, o
que en realidad somos sólo «formas» de un Absoluto, sin dualidad ninguna
respecto a tal Absoluto...
Obviamente, cada
una de estas configuraciones de este núcleo central, condicionará todo el
edificio de nuestro pensamiento, y determinará
toda la arquitectura de nuestra religión y nuestra espiritualidad; es decir, no
podrá menos de ser el paradigma básico que marcará la cultura que sobre él se
construirá. Dime qué piensas del núcleo «humanos-naturaleza-dios», y te diré en
qué tipo de cultura estás; o dime cómo imaginas la relación entre algunos de
los tres grandes componentes de esa cosmovisión, y te diré a qué época de la
historia de la humanidad se asemeja tu pensamiento, o a qué época te estás
refiriendo.
Lo que sigue es
un estudio sencillo y sin excesivas pretensiones, que quiere poner en valor
algo de lo que hoy sabemos del origen, y de la evolución de este paradigma
antropoteocósmico, y su descubrimiento en la historia -que aun en muchos
estudios actuales sigue siendo positivamente ignorado, como algo en lo que no
merece la pena siquiera entrar. Descubrir que tiene una prehistoria y una
evolución relativamente bien conocida, nos abre un horizonte de libertad que
disuelve varios de los impases más profundos filosóficos y metafísicos y
espirituales que en este momento todavía nos mantienen rehenes, por cuanto
hasta ahora pensábamos estrictamente según el modelo de la época de las grandes
civilizaciones, y en concreto del pensamiento griego y de la religión de
Israel. Todavía sigue siendo un tabú
echar mano de lo que ya sabemos del período calcolítico: se sigue teniendo por
un dogma que la historia comenzó en Grecia, y que la religión-religión, comenzó
con Israel, y todo el que quiera remitirse a épocas anteriores ha de aceptar
todavía ser tenido por exotérico o por iluso. Por todo ello, merece la pena
«revisitar» este desconocido y a la vez tan simple y profundo «paradigma
antropo-teo-cósmico». Y para ello necesitaremos remontarnos lo más atrás
posible.
EL AXIOMA ANTROPOTEOCÓSMICO PALEOLÍTICO
Durante todo el
Paleolítico -del que tenemos documentados al menos los últimos 70.000 años- los humanos hemos exhibido
un tipo de espiritualidad que ha girado en torno a una Divinidad Cósmica Materna, que daba vida desde dentro al universo
como un todo orgánico, sagrado y vivo, del que formamos parte los humanos, la
tierra, las plantas, todos los seres vivos e inanimados. Todos formamos, somos
una red cósmica, que nos vincula en todos los órdenes y a todos los niveles.
Ese misterio
divino cósmico y materno quedó reflejado en decenas de miles de estatuillas
femeninas de una Gran Diosa Madre, halladas por los arqueólogos,
correspondientes a este período, que expresan una visión de la vida en la tierra
en la que la fuente transcendente y creativa de la vida se concibe como una maternidad divina, de la que todos los
seres vivos nacemos y a la que todos confluimos también con la muerte. Vida y
muerte nos unen, nos acompañan y nos funden en un mismo movimiento biológico de
vida y muerte.
Aunque de un
modo vulgar la denominación de «neolítico» se aplica a un tiempo con frecuencia
demasiado amplio -hasta el punto incluso de se suele decir que con la actual
sociedad del conocimiento lo que se está acabando es el tiempo neolítico- un
lenguaje más preciso nos hará ubicar el neolítico tras el paleolítico, en torno
al año 10.000 antes de nuestra era -redondeadamente-
como un período inmediatamente subsiguiente al paleolítico y caracterizado por
un agricultura
menor, de tipo horticultura, combinada con la ganadería, en apenas
aldeas, ni siquiera pueblos ni mucho menos ciudades... Por eso, en rigor,
todavía no podemos hablar de «religiones», sino de formas primeras de relación con lo transcendente, en esa
forma difusa todavía que el ser humano lo percibe en estos tiempos
primordiales. «Religiones», en rigor, serán producto ya de las civilizaciones y
culturas, con su organización social productiva y jerárquica. Hoy sin embargo
estamos lejos de dar por supuesto que sólo las «religiones» sean significativas
para nuestro auto conocimiento religioso como humanos. Estamos ampliando
notoriamente el panorama: religión, espiritualidad, transcendencia, «trato» con
el Misterio lo hubo mucho antes de las religiones. El «paradigma antropoteocósmico»
es miles de años anterior a las religiones, y su descubrimiento nos aboca por
eso mismo a vivencias y comprensiones religiosas del ser humano muy anteriores
a las religiones. Este descubrimiento hacia adelante (hacia atrás en la historia)
nos amplía enormemente la visión de todo lo que hace relación a espiritualidad,
religiosidad y religiones.
La historia y la
arqueología hoy nos testimonian que durante aquellas decenas de miles de años
hemos exhibido una espiritualidad muy
cósmica, muy unida a la naturaleza, a los ciclos estacionales, a los
animales «y su sabiduría», las plantas, las montañas y sus alturas siempre
misteriosas, los cielos siempre inalcanzables, imprevisibles y cambiantes, las
estrellas del fondo último de la realidad y siempre mensajeras. Durante todo el
paleolítico, la divinidad, lo divino...
ha sido la Naturaleza misma, y nosotros hemos surgido y crecido
espiritualmente en la placenta misma de esa perfecta unidad
antropo-teo-cósmica.
Durante esas
decenas de miles de años nuestro paradigma
antropo-teo-cósmico ha estado integrado por dos únicos elementos: nosotros
y la Naturaleza Divina Materna. La Naturaleza misma ha sido nuestro
interlocutor divino, un seno materno siempre vivo, nuestra atmósfera de
“in-spiritualidad”, nuestro seno de vuelta a la vida tras la muerte.
Lo podríamos
expresar gráficamente con una sola
realidad, una esfera, o un manchón, un seno, un caos lleno de vida y de
muerte, donde todo sucede, que todo lo abarca: ahí está todo, ahí estamos
todos, sin confusión ni separación. Naturaleza divina y los humanos dentro de
ella, en una perfecta unidad: este axioma antropoteocósmico paleolítico ha sido
multimilenario, centrándose finalmente en el breve neolítico, antes de llegar a
ser destruido en el tiempo calcolítico por las famosas invasiones kurgans.
Un desarrollo
especial, singular, muy desarrollado, de esta visión espiritual
antropoteocósmica se ha descubierto en las civilizaciones de la Vieja Europa, entre los años 6500 y 4500 antes de nuestra era, mucho antes de
Grecia y Mesopotamia. El dato es bien conocido, a pesar de las ambigüedades que
todavía esperan ser dirimidas por nuevos descubrimientos.
UNA NOTA DE HUMILDAD
En todas estas
afirmaciones nos chirría en los oídos la pretensión universalizante con que
pueden ser leídas, o escuchadas. El trabajo de
antropólogos como Gimbutas se llevó a cabo casi exclusivamente en la Europa
oriental y el Medio Oriente, pero el mundo es muy grande y diverso: sabemos que
hubo una gran variedad de tradiciones espirituales en la prehistoria. Pensemos,
por ejemplo, en el animismo que se practicó de forma extensa entre tantos
pueblos paleolíticos. Pensemos en el trabajo de Joseph Campbell, por ejemplo The
Masks of God, que describe una gran variedad de objetos de veneración entre
gentes tribales. La realidad tuvo que ser inabarcablemente más diversa y
compleja.
Y pensemos en los pueblos
americanos precolombinos... ¿Se ha encontrado una cantidad comparable de
estatuillas de diosas? Entre lo que sabemos de sus ritos y formas de culto,
¿predominan igual la veneración de figuras femeninas, de "diosas"?
Pienso en los indígenas de América del Norte... y no vemos esto. O las
múltiples imágenes de los pueblos preincaicos... Es claro que existe el peligro
de hacer generalizaciones que no correspondieran a lo que sabemos y algún día
podremos saber sobre de las costumbres tribales en tantísimas otras partes del
mundo. ¡Apenas estamos abriendo los
ojos! Discúlpesenos por eso un entusiasmo del que queremos prevenir
críticamente con humildad al lector. (Y expreso mi especial agradecimiento por
ello a mi amigo David Molineaux, verdadero experto).
LA SEPARACIÓN DE LA NATURALEZA EN LA
EDAD DEL COBRE. LOS GRANDES CAMBIOS.
A pesar de la
obvia incerteza de las cifras, el Neolítico suele situarse entre el 10.000 y el
5.000 antes de nuestra era. Le sigue después el tiempo del calcolíticio, la era del bronce, ese descubrimiento
que permitió que las herramientas y también a las armas
fueran más flexibles y por eso mismo más duraderas y útiles. Es el período en
el que de la pequeña aldea pasamos a los pueblos
y a las ciudades, y que pronto
nos llevará a las Ciudades-Estado y a las grandes
civilizaciones.
Hacia mediados
de la edad del Bronce la infraestructura material de la vida está cambiando y
desapareciendo incluso, y estos cabios se reflejan inevitablemente en la
cosmovisión, en el paradigma antropo-teo-cósmico. La diosa madre de las
estatuillas comienza a perder relevancia y capacidad de inspiración, y pasa a
ser colocada en último plano, mientras dioses
masculinos ascienden a primer plano. Sumer y Egipto aportan la primera
evidencia escrita del «mito de la separación entre el cielo y la tierra» -una
separación hasta entonces inexistente, una fragmentación extraña. El cielo pasa a ser ahora la morada divina,
lo que es algo realmente nuevo. La
tierra deja de ser divina, pasa a ser «mera naturaleza»: material, informe,
caótica. Comienza a abandonarse la imagen de la naturaleza como madre divina, y
pasa a ser pensada como habiendo sido «fabricada» por el «poder» de una
«palabra» de un «Ser Divino» poderoso que otorga el ser a todas las cosas al
nombrarlas: una época revolucionaria de cambios «antropoteocósmicos», de
transformación profunda de la forma de comprender la realidad más profunda. Muy
probablemente, esa novedad que aportan Sumer y Egipto debe coincidir con el
paso de su estadio neolítico a su etapa de grandes civilizaciones agrícolas.
Así, la
naturaleza deja de ser considerada divina y holística, como hasta entonces lo
había sido. Su divinidad ahora diríamos que es extraída, y como separada de
ella misma, y proyectada hacia fuera, más allá de ella de ella misma. Una nueva
concepción de la divinidad pasa a ser
reconocida ahora como exterior a la
naturaleza, como algo puramente espiritual, inmaterial, supremamente
inteligente y racional, de plenos poderes, y plenamente masculino, que pone
orden en el caos femenino impredecible de la naturaleza material. Son los mitos
-recién aparecidos ahora- de la «creación», que despojan a la naturaleza del
carácter divino materno que hasta entonces tenía y en los que ahora un dios padre es quien pasa a jugar el
papel fundamental. De esta manera, la realidad en/ante la que se encuentra el
ser humano, el interlocutor existencial del ser humano, que hasta ahora había
sido una naturaleza integral e integradora, queda escindida en los dualismos
tierra/cielo, naturaleza/Dios.
Los «mitos de la creación» -otra novedad de
la época- introducen una ruptura profunda en la unidad antropo-teo-cósmica
(cosmos, divinidad, humanidad): cielo y tierra son separados como «dos pisos» diferentes, habitados uno -el
superior- por el Dios masculino, y otro, -el inferior- por la naturaleza
femenina caótica que la divinidad debe controlar y dominar. Los humanos,
por otra parte somos separados de la naturaleza,
cambiamos de cancha: ya no somos parte de la ella; ahora los humanos pasamos a
considerarnos «hijos del Dios» del cielo, «ciudadanos del cielo», caídos en la
materia, pero sólo temporalmente, mientras llevamos a cabo el deber de
liberarnos de ella.
Así, aquella
antigua unidad del paradigma antropo-teo-cósmico ha quedado ahora ya totalmente
fragmentada: la naturaleza reducida a cosas y recursos naturales; nosotros
despojados de nosotros mismos y de nuestra naturaleza natural-divina, en favor
de un nuevo todopoderoso espíritu
Señor-Kyrios patriarcal, que no mora aquí abajo sino en su morada celeste
del segundo piso, de donde estamos expatriados y hacia donde tanto nos cuesta
dirigirnos.
LOS FAMOSOS INVASORES KURGANS
Los analistas
subrayan el gran influjo que ejerció en esta transformación la religiosidad de
los pueblos invasores kurgans, arios
y semitas, que adoraban a dioses
masculinos guerreros montados a caballo, dioses que -novedad religiosa- les
habían elegido para conquistar tierras nuevas y dominar o pasar a cuchillo a
sus habitantes; dioses solares del rayo y de la tormenta.
Estas violentas
invasiones kurgans, realizadas en tres oleadas a lo largo de más de
mil años, provocaron que por todo el Próximo Oriente se diera un proceso de
sustitución de las antiguas divinidades femeninas, por este nuevo tipo de dios
masculino y guerrero. Y esto fue un hito muy importante y decisivo en la
historia de nuestra hominización, en nuestra evolución espiritual. Un profundo
cambio de paradigma antropo-teo-cósmico. Veamos.
Al darse esta
«metamorfosis» en el concepto de Dios, no sólo cambió radicalmente el
estatus ontológico de la naturaleza (que como decimos pasó de ser verdadera
divinidad a pasar a ser mera creatura, materia, conjunto de cosas), sino
también el del ser humano, que de haber vivido en simbiótica unión con
la naturaleza como divina fuente creativa de la vida, pasa ahora desprenderse
de ella, a menospreciarla, a darle la espalda, a considerarla «material,
inferior, y peligrosa», y a considerarse a sí mismo más digno: sobre-natural,
ciudadano del cielo, peregrino sólo de paso por la tierra, viviendo sólo para
el espíritu inmaterial.
Cambió también,
concomitantemente, el estatus de la mujer: en la antigua Sumer, como en
el antiguo Egipto y en Creta, las mujeres eran propietarias, sus intereses
estaban protegidos por los tribunales, hermanas y hermanos heredaban en
igualdad, y tenían funciones públicas en la sociedad, especialmente las
sacerdotisas. Con este cambio religioso se deterioró la posición de las mujeres,
a la par que perdían su posición las deidades femeninas del panteón sumerio.
Los invasores kurgans, arios y semitas veían a la mujer como posesión del
varón, padres y maridos reclamaban la potestad sobre ellas, heredaban sólo los
hijos varones, mientras las hijas podían ser vendidas como esclavas por padres
y hermanos... El nacimiento de un varón se veía como una bendición, mientras
una hija podría ser abandonada a su suerte.
Sin duda, esta
profunda transformación religiosa se dio como confluencia de múltiples causas,
la revolución agraria, la revolución urbana, las invasiones indoeuropeas... que
acabaron el «paradigma antropoteocósmico» de nuestra cosmovisión global vigente
multimilenariamente en el paleolítico. La transformación se consolidó lenta
pero poderosamente, de forma que al final de la era de Bronce ya no quedaba
rastro de la antigua visión integrada antropo-teo-cósmica anterior. Desapareció
la percepción de la Divinidad materna (equívocamente llamada de la «Diosa
Madre»); la naturaleza quedó definitivamente degradada a la categoría «cosas»,
de fabricación divina, y asociada negativamente al caos y a la feminidad; y un
nuevo personaje, dios, quedó solitario en el cielo empíreo, puramente
espiritual, libre de contaminación, ni natural ni femenino, masculino él,
supremamente inteligente y todopoderoso. No quedó rastro de la antigua unidad
holística del paradigma tradicional antropo-teo-cósmico.
¿Y LA BIBLIA EN TODO ESTO?
La Biblia,
puesta por escrito a partir sólo del siglo VII a.C. (hace 2,600 años), surge ya
dentro de lleno de la época del nuevo paradigma antropoteocósmico fragmentado y
tripartito (dios ≠ humanos ≠ naturaleza). Esto es una realidad muy claramente
presente en la Biblia; es un condicionamiento muy profundo del judeocristianismo
y de su obra maestra, su Libro. El judeocristianismo también nace, surge en un
momento de paradigma antropoteocósmico tripartito escindido, heredero de todo
el movimiento histórico espiritual milenario anterior del que la historia y la
arqueología hoy nos dan testimonio. Hasta ahora desconocíamos este pasado
anterior, no teníamos acceso a él por la historia ni por la arqueología. La
irrupción de estas ciencias en ese pasado de varios miles de años de nuestro
desarrollo histórico-evolutivo-espiritual, que nos ha descubierto toda una
historia anterior, tremendamente sugerente, del paradigma antropoteocósmico que
nos hizo nacer, que nos permitió vivir en una forma mucho más integrada con
nosotros mismos y con el planeta y su sacralidad, ponen punto final al dogmatismo
con que hasta ahora creíamos que la historia comenzaba en Sumer, que el
pensamiento filosófico comenzaba en Grecia (tras los dorios, unas de las
últimas invasiones kurgans) y que lo religioso, obviamente, con los orígenes
mitológicos de Israel que nos cuenta la Biblia escrita a partir del siglo VII
a.C.
Es importante
subrayar la revolución religiosa
(«antropoteocósmica») que estos descubrimientos históricos y arqueológicos nos
han permitido conocer. Es una revolución religiosa, pero ni hace falta que la
llamemos «revolución». Podemos llamarla simplemente, nuestra «evolución»
religiosa. Así nos hemos hecho, o nos han ido haciendo... ¿Hace falta que
concretemos el sujeto? ¿Quién nos ha hecho así? ¿Nosotros mismos (aun sin
saberlo...)? ¿Los acontecimientos naturales? ¿Los cambios climáticos? ¿Un
proceso pre-escrito dentro de nuestro propio ADN? ¿O quedará poco religioso si
no decimos que fue «dios mismo», avant la
lettre, avant «theós»? ¿Dónde está el misterio que muchos llaman Dios? En
aquel tiempo pre-bíblico, no necesitaba estar fuera de nosotros mismos ni de la
naturaleza... lo transcendente, lo humano y lo natural estaban en perfecta
sintonía y unidad.
HACIÉNDOSE PREGUNTAS. NUEVOS HORIZONTES
Viendo y
sintiendo como propia toda esta historia-evolución de nuestra especie, cabe
preguntarnos: ¿somos hijos sólo de la Biblia, del judaísmo? ¿O del pensamiento
griego? ¿Tenemos que considerar chauvinísticamente que la historia comenzó con
Grecia, con Israel (o con Sumer)? ¿Existe algún gen o algún ADN espiritual que
señale algún momento concreto de la historia como nuestro nacimiento
espiritual? Quizá históricamente hemos necesitado pensar eso, para dotarnos de
una identidad que, de otro modo, no sabíamos dónde fundamentar.
Pero hoy sabemos
que también en nuestro ADN espiritual
está escrita toda la historia de nuestra evolución ancestral. Llevamos toda
la historia evolutiva espiritual de la humanidad en nuestro software, aun sin saberlo. Somos fruto
de toda la evolución, no de un momento histórico concreto; somos el momento
actual de la evolución.
Habrá que
reflexionar todavía sobre ello, pero creo que tenemos derecho a optar por no
considerarnos hijos de ningún momento histórico en exclusiva, sino
considerarnos hijos del proceso entero,
ancestralmente. El hardware
biológico va por su camino y no podemos intervenirlo a nuestra voluntad; en
cambio, por nuestra autoconciencia y por el nuevo conocimiento que tenemos de
nuestro pasado, tenemos derecho y capacidad de modificar, reorientar e incluso
corregir nuestro software. Podemos recuperar los logros espirituales olvidados
de nuestra historia ancestral, y tenemos derecho a corregir nuestros errores.
Hasta hace poco -y todavía hoy oficialmente- el
pensamiento comienza con los griegos, y la verdad y la religión verdaderas con
Israel -considerábamos que todo lo demás eran tanteos balbucientes. Pero en
realidad, hoy podemos reconocer con naturalidad bio-evolutiva que la Biblia nació
ya dentro de un paradigma antropoteocósmico del que sus autores no tuvieron
conciencia, ni claridad ni fuerza para replantearlo. El judeocristianismo nació dentro de un paradigma fragmentado que
no sería capaz de cambiarlo en los dos milenios siguientes. Ni hoy todavía lo
hemos cambiado. Aunque sí podemos decir que son ya muchos los que hoy
experimentan tanto un silencioso colapso religioso de en sociedades
enteras, como la necesidad imperiosa de un nuevo paradigma antropoteocósmico,
que probablemente tendrá que saltar por encima de la mayor parte de las
religiones actuales.
Este cambio de
visión nos posibilita dejar de sentirnos atados indeleblemente a un solo punto
de la historia espiritual bio-evolutiva del ser humano (el surgimiento de la
Biblia en mi caso). Sin perder nada de la historia de amor que hemos vivido
religiosamente a lo largo de nuestra vida, nos sentimos libres y desatados, por
haber encontrado un «Misterio» más
grande que el hasta ahora habíamos cultuado; un misterio que descubrimos que
estaba ya actuando y preparando el mundo, milenios antes de cuando pensábamos
que había comenzado a actuar en la historia (con Israel y la Biblia en mi
caso). No es una transformación fácil, ni superficial, ni se debe forzar, ni se
debe temer. Es mejor dejar que acontezca así, como un encuentro de amor, de
maduración. Pero es posible y se da: lo testimonio.
OTRA FORMA DE PENSAR EL FUNDAMENTO DE LA
RELIGIOSIDAD ES POSIBLE
La ciencia hoy
nos da una visión que nos descondiciona la Biblia y nos desbloquea el
judeocristianismo dogmático rígido que nos hacía pensar que sólo con la Biblia
empezaba la verdad, sin poder remontarnos más atrás ni adentrarnos en las
maravillas religiosas que la historia y la arqueología hoy nos dan a conocer.
Ahora, con los nuevos datos, con los nuevos relatos extrabíblicos, prebíblicos,
o paleobíblicos incluso, podemos movernos
en nuestra religiosidad con toda una lógica verdaderamente distinta:
-
Hoy
sabemos
que el geocentrismo de la Biblia no
es un mensaje verdaderamente atribuible a la Biblia como tal, aunque se deduzca
claramente de sus páginas, sino que más bien es simple consecuencia de la
ignorancia pre-científica propia de la época en que fue redactada, y por eso
mismo nos sentimos plenamente autorizados a prescindir de ese geocentrismo,
-
Hoy sabemos que la precedencia masculina sobre la mujer en los relatos de la creación
bíblica (el varón creado primero, la mujer tomada de la costilla del hombre, la
mujer como inductora al pecado y la castigada a someterse al varón), no son
tampoco un mensaje proveniente de Dios mismo, sino reflejo de los paradigmas
culturales de los que fueron traídos aquellos relatos y del propio
machismo cultural reinante en los tiempos de la redacción de la Biblia
-
Hoy sabemos que el antropocentrismo, la creación separada del ser humano, como siendo
alguien diferente y superior a todos los demás animales, plantas y seres vivos
de este planeta (tenido como único), no es algo que hoy tengamos que afirmar en
contra de lo que dice la ciencia actual, sino que era la única forma que en
aquel tiempo les cabía en la cabeza a los contemporáneos para hablar del ser
humano; hoy sabemos con naturalidad que Dios no creó a ningún especie en particular,
sino que todas son un desarrollo bio-evolutivo a partir de especies
preexistentes: ¡adiós al Rey de la creación!
-
Siempre hemos estado hablando de un plan de Dios para la humanidad que
sería el sentido de toda la realidad de nuestro mundo y de todos los mundos y
galaxias que existan... Pero hoy sabemos que pensar que estamos solos en este
universo, o que somos los únicos seres con sentido... son sólo efectos del atraso
científico de lo que de hecho hoy ya nos es dado observar y deducir
humilde y provisionalmente...
Todas
esas verdades las veíamos claramente incluidas en la Biblia y las constituíamos
en los pilares de nuestro pensamiento y nuestra fe, mientras que hoy nos
sentimos libres de todas ellas, como quien se ha desprendido del agua en la que
estuvo bañando a su niña, y ahora la mantiene ya en sus brazos con todo cariño,
ya limpia y seca, del todo olvidado de aquella agua que hizo su servicio pero
que ya no sirve.
Del
mismo modo, asumiendo lo que los descubrimientos científicos,
históricos y arqueológicos que tenemos del tiempo paleolítico y calcolítico
anterior a la Biblia, hoy podemos
aceptar:
que el carácter
«meramente material y caótico» de la naturaleza,
que su carácter
de «fabricación» o «creación» divina,
que el «despojo
de la sacralidad divina» de la que antes gozó,
que la
«separación del segundo piso celestial»,
que el carácter
‘masculino’ y ‘absolutamente transcendente’ de theos,
que la misoginia
de los monoteísmos que adoran a un dios patriarcal o de las religiones en
general,
que nuestro
vivir expatriados sintiéndonos lejos de nuestro hogar, la divina madre
Naturaleza ,
que nuestro
peregrinar por la tierra pensando sólo en el cielo...
...son también
«condicionamientos cognitivos» que arrastramos
de los avatares anteriores de la evolución de nuestro imaginario
bio-histórico; son resabios de paradigmas antropoteocósmicos anteriores, que
ninguno de nosotros individual ni colectivamente, ni nuestras sociedades ni
siquiera nuestras religiones han sido capaces de discernir. El paradigma antropoteocósmico
es el más profundo de los paradigmas o cosmovisiones, es el proto-paradigma, y
no está al alcance de nuestra voluntad el captarlo y transformarlo.
En aquellos
tiempos arcaicos, no teníamos capacidad ninguna para tomar distancia y
discernir cómo evolucionaba nuestra forma de pensar. Hoy, subidos a los hombros
de hombres y mujeres científicos que han puesto al descubierto para nosotros
las influencias ejercidas y sufridas de nuestra evolución religiosa, estamos en
capacidad (una cierta capacidad al menos) de juzgar, de discernir lo que pasó,
de modificar hasta cierto punto nuestra conducta cognitiva y religiosa.
Hoy sabemos que
se trata de una evolución, cuyas causas no siempre son visibles ni
controlables, pero el conjunto sí es interpretable, y no siempre resulta
indescifrable. De hecho, muchas evidencias nos parecen bien patentes. A pesar
de que seguimos muy dispuestos y abiertos nuevos descubrimientos y saberes que
puedan «sorprendernos» en el futuro, eso no nos priva de poder compartir humildemente
ya intuiciones, verosimilitudes, conclusiones provisionales.
Desde esta
actitud humilde y a la vez estudiosa y bien fundamentada, creemos que hoy
estamos en capacidad de revisar
profundamente datos que dábamos por certezas indiscutibles, o que incluso
juzgábamos como dogmas de fe, en este campo de la evolución biopsicológico de
la religiosidad. Estábamos convencidos de que antes del pensamiento griego y
del origen de Israel no ha habido formas cognitivas y espirituales en nuestro
relacionamiento con lo transcendente que pudieran ser consideradas más que como
curiosidades arqueológicas sin significado. Todavía hoy, el 98% de los libros
que estudiamos dan por supuesto que todo comenzó con los griegos y con Israel;
y que anterior al ellos sólo está el mundo de los prehomínidos o semianimales,
y que el llamativo replanteamiento antropo-teo-cósmico del calcolítico o de la
Vieja Europa, es una utopía ilusoria que no merece la menor atención.
El mundo paleo y
neoneolítico, el mundo posterior calcolítico y todo el posterior el
comportamiento humano bioe-volutivo de relacionamiento con la naturaleza y con
la transcendencia, durante milenios, hoy está ahí, al descubierto, a nuestra
vista, obviamente todavía con oscuridades y con sorpresas guardadas que
cualquier día aparecerán. Las ciencias de la religión sí, han entrado en esta
nueva visión. La teología ni se ha enterado. Los comentarios bíblicos,
litúrgicos, espirituales, devocionales, etc. se mantienen herméticos a todo lo que sea «científico», sólo dejan paso a lo
puramente bíblico. Sin embargo, el personal abierto, normalmente estira las
orejas con atención, y se pregunta, y hace preguntas, y pide libros para leer
al respecto.
Son ya bastantes
los científicos los que reconocen en aquel comportamiento humano milenario la
presencia de modelos que resultan más
humanizantes que algunos de los modelos presentes. Necesitamos revertir
aspectos que, aparentemente con más conocimiento filosófico y más técnica, nos
han escindido de la naturaleza, nos han despojado de sacralidad, nos han
apartado de “dios», han puesto a dios en otro mundo, nos han hecho extranjeros
en nuestra propia tierra para convertirnos en forasteros, peregrinos del cielo
(¡si no del infierno!). En no pocos aspectos, el viejo paradigma antropoteocósmico
calcolítico está mucho más acertado que lo que después trajeron los kurgans, o
los griegos (dorios), los invasores semitas del desierto, o los israelitas
conquistadores de la tierra prometida... Es hora de erradicar el gratuito y
falso convencimiento de que la verdadera sabiduría y religión comenzaron con
Grecia e Israel.
Hubo un momento
histórico en el que nos desviamos, y
no fue en el calcolítico. El paradigma antropoteocósmico se descompuso después.
Pero todavía más tarde, ya en el Neolítico, los griegos e Israel, con todos sus
indiscutibles progresos avances, no fueron capaces de reorientar el desvío que
habíamos tomado. Estaban tan de lleno metidos en la nueva configuración pos-calcolítica
del paradigma antropteocósmico, que no eran capaces de ver sus deficiencias.
Por otra parte, la situación inmediatamente anterior había desaparecido
enteramente de su visión, no podrían imaginar siquiera de dónde venían. La
filosofía griega y el judeocristianismo no fueron capaces de reorientarnos, no
supieron recomponer el paradigma antropoteocósmico, quedaron ahí fijados,
atados sobre todo por la potencia deslumbrante del pensamiento griego, y un
milenio y medio después seguimos ahí, desviados, desorientados. El cristianismo
actual ni con el Concilio Vaticano II fue capaz de tocar siquiera el paradigma
antropoteocósmico milenario vigente. Y ahí estamos hoy, atados por el espejismo
de la inmutabilidad no proclamada pero vigente de hecho del paradigma
antropoteocósmico post-neolítico, paralizados
por su invisibilidad: ojos que no ven, corazón que no siente.
MÁS PREGUNTAS
¿Habrá que
volver atrás? ¿Habrá que recuperar la perspectiva antropoteocósmica
calcolítica...? No estoy diciendo esto... pero mucho menos diré que haya que
continuar con el teísmo griego o el antropocentrismo judeocristiano cuyos
profundos efectos dañinos permanentes ya están demostrados, en el pasado y en
el presente, hoy mismo.
Tal vez sea
difícil recuperar el hogar espiritual y la perspectiva antropoteocósmica
integrada de aquellos tiempos calcolíticos de los que en algún momento nos
desviamos. Tal vez va a ser más probable dar un salto por encima, y entrar en un estadio espiritual
pos-religional, libre de los condicionamientos cognitivos
antropo-teo-cósmicos, quiero decir, más allá de estas coordenadas: sin
humanocentrismo, más allá del concepto clásico de naturaleza (que hace tiempo
que la física cuántica ha tirado por la borda, aunque sigamos agarrándonos a
él), y ciertamente sin teísmos.
Se impone pues
la necesidad de un análisis más profundo de este núcleo antropoteocósmico
milenario, de las transformaciones que ha sufrido a lo largo de nuestra
historia evolutiva, así como de la libertad omnímoda en que su conocimiento nos
sitúa frente a todo condicionamiento filosófico posterior (griego y bíblico
especialmente en nuestro caso). Es necesaria una visión que nos libere de los
desastres que nos ha causado a nosotros y al planeta la forma disfuncional
actual en que todavía nos relacionamos con la naturaleza, por obra de ese
paradigma antropo-teo-cósmico inexplicablemente todavía operante en el
cristianismo standard (teología, dogma, catecismo, imaginario cristiano).
No plantearse
todos estos temas, y seguir educando, catequizando, predicando... como si no
pasara nada, ¿se podrá hacer sin incurrir en una falta de honestidad?
CONCLUYENDO
Las diferentes
configuraciones del núcleo antropoteocósmico, no son más que «mapas», esquemas,
idealizaciones filosóficas con las que queremos habérnoslas con la realidad que
nos rodea, tratando de interpretarla, de responder a nuestra necesidad de
explicación y nuestra búsqueda de sentido. Y todos esos mapas -también nuestras
visiones paradigmáticas antropoteocósmicas- no son más que eso, intentos
balbucientes por pronunciar un misterio inalcanzable. A veces hay que decidir
ante ellos no por teorías, sino por razones prácticas; ya lo fijo Jesús: el
árbol bueno no puede producir frutos malos; o sea, que un paradigma
antropoteocósmico que nos deshumaniza, nos fragmenta o nos aliena, no puede ser
bueno.
Las
religiones agrarias nos han
transmitido un paradigma antropoteocósmico realmente desintegrado y
desintegrador, deshumanizante, despreciador de la naturaleza, destructor del
mundo, del que en pocas palabras se podría decir así:
-
El concepto de naturaleza que nos ha transmitido: desacralizante para con ella
(considerada profana, «material», «creada, fabricada») y dualizante (separación
del cielo y de la tierra, de lo visible y lo invisible, de lo material y lo
espiritual, de lo físico y de lo metafísico, lo humano y lo divino);
-
La imagen de nosotros mismos que nos ha introyectado: un ser humano
sobre-natural, no natural, principalmente espiritual, superior, imagen
(diferente) de Dios, dueño, y con privilegio para el sexo masculino; (¡Volver a
la Tierra!, religiones del libro, volver al primer libro y dejar el comentario).
-
y el teísmo:
.
que
personifica del Misterio de la
Realidad en forma de un theos,
pensado a nuestra imagen y semejanza,
.
que
lo saca de este mundo transcendiéndolo
y exteriorizándolo («que estás en el cielo»)
.
que
expatría por tanto el Misterio fuera y más allá de la realidad
cósmico-natural-universal (la única que conocemos),
. que
constituye en morada propia de theos
el otro mundo, el cielo, el mundo no natural ni cósmico, el mundo espiritual
(no material), el «segundo piso» que sobrevuela sobre el mundo natural y
humano,
. que
acapara en sí mismo la totalidad de la sacralidad de la Realidad, ocupando su
centro (teocentrándolo todo) degradando la existencia de todo el resto de la
realidad a la categoría de mero pensamiento de Dios, reflejo de la grandeza de
Dios, efecto de la bondad amorosa providente de Dios que en cualquier momento
puede dejar caer en la nada a la realidad con sólo dejar de pensar en ella...
Concretamente
en el cristianismo, a partir de su profunda inculturación en la cultura griega
y en el helenismo, su teología y su dogmática quedan claramente dentro de los
límites del marco de la visión cosmoteándrica que se fraguó en el ocaso de la
«Vieja Europa» y en el Oriente Próximo a partir del IV milenio a.C. Aquel marco
de pensamiento ha estado vigente hasta hoy, y todavía lo está en la mayor parte
de las capas culturales populares de Occidente. En conjunto, podríamos decir
que la mayor parte de teología y de la institución eclesiástica escuchan este
discurso casi seguro por primera vez.
Urge pues repensarlo todo, más allá del campo
filosófico y teológico, repensarlo, pero «fuera de la caja», thinking outside the box, en la que
llevamos varios milenios encerrados. Y de la que algunos piensan que no se
puede/debe salir, porque sólo en la caja -o el libro- está la Verdad, que
además es eterna e inmutable.
Siempre nos ha
parecido legítimo expresar la verdad religiosa profunda de una religión en
términos filosófico-teológico-doctrinales rigurosos, y con frecuencia hemos
definido el núcleo duro de la verdad o verdades propias de una religión. Pero
hoy, después de Darwin, en una sociedad post-metafísica, en movimiento
completo, desde una epistemología crítica y en constante diálogo con las
ciencias, sobre todo con la historia, la antropología y la arqueología de la
religión, resulta evidente que esta apelación «última» a la filosofía y a la
teología se desvanece por sí misma, por cuanto los actuales conocimientos
científicos hacen manifiesta la dependencia paradigmática de las filosofías y
teologías tradicionales respecto del paradigma antropoteocósmico configurado en
el IV milenio, dentro del cual todas esas filosofías han quedado encerradas y
del cual son todavía dependientes. La filosofía y la teología «perennes»
también nos han mantenido «dentro de esa misma caja», como bajo una especie de
techo de cristal invisible, que hace que todas nuestras argumentaciones sean
mera repetición, «peticiones de principio», de unos axiomas del pasado,
necesariamente contingentes.
Epistemológica y
cognoscitivamente hoy estamos dependiendo de un «tiempo axial» (no el de Karl
Jaspers, sino el que se dio a partir del calcolítico), y quien no sea capaz de
sacar la cabeza fuera de esa caja y darse cuenta de su propio encerramiento, ni
podrá percibir su propio derecho a salir de la caja: se sentirá feliz dentro de
ella, y se indignará contra quienes quieran pensar de otra manera.
Estamos en un nuevo tiempo axial -no importa el
nombre con que lo llamemos. El paradigma antropo-teo-cósmico que se formó a
partir del calcolítico hace aguas y se está quebrando de un modo incesante y
acelerado sobre todo desde la Modernidad. Una parte importante de la población
mundial está abandonando la configuración cosmoteándrica post-neolítica de la
época de las civilizaciones, las religiones y del teísmo; está rompiendo la
caja en la que hemos estado encerrados sin darnos cuenta.
CONCLUSIÓN FINAL ABIERTA
A quien redacta
estas reflexiones no se le oculta que con ellas no está resolviendo los
problemas, sino simplemente planteándolos. El discernimiento, las propuestas de
solución y el replanteamiento operativo apenas han sido tocados, están por ser
abordados a fondo. Lo que hemos hecho es sólo apelar a que un nuevo
planteamiento del problema es posible, no sólo necesario. Decía Teilhard de
Chardin que lo más difícil no es
resolver un problema, sino plantearlo bien... En este estudio proponemos un
nuevo planteamiento del problema, exigido por la altura actual por los
conocimientos científicos interdisciplinares. Creemos que, si no tenemos en
cuenta estas nuevas exigencias, el problema no será correctamente planteado, y
en consecuencia no podrá ser resuelto, sino sólo perpetuado viciosamente en su
forma anterior. Y ya llevamos varios milenios, los dos últimos a cargo del
cristianismo, sin lograr siquiera plantearlo bien. ¿Será que ha llegado la hora
de intentarlo de nuevo pero con valentía?
Llevamos más de
dos milenios con nuevas propuestas, pero sobre el mismo viejo presupuesto, el
mismo viejo paradigma antropoteocósmico. ¿No es el momento de intentar nuevas
propuestas, pero sobre un nuevo presupuesto, sobre un nuevo paradigma
antropoteocósmico? ¿Es posible? Si todo lo dicho ha servido para mostrar que ya
es posible intentarlo, hemos conseguido lo que pretendíamos. Otros deben llegar
mucho más lejos.
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